PAíS | 24 JUL 2025

TRAS LOS ANUNCIOS SOBRE AYSA

Algo huele mal y no es el agua: es la privatización

Como en los 90, primero empeoran el servicio y después venden la solución. El agua sale marrón, pero los negocios claritos. Los remakes no sólo son para la ficción.




En los últimos días, en barrios del conurbano bonaerense y la Ciudad de Buenos Aires, abrir la canilla se volvió un acto de fe. El agua sale marrón, con olor extraño, y muchas veces ni siquiera sale. Las quejas se multiplican: comerciantes que cierran antes, familias que deben hervir el agua para cocinar o higienizarse, vecinos mostrando baldes turbios en redes sociales.
A simple vista, parece un problema técnico más en una empresa que necesita inversión. Sin embargo, la casualidad pierde fuerza cuando se recuerda un viejo libreto político que hoy reaparece con fuerza: la estrategia de deteriorar lo público para venderlo barato. Y es que no resulta un detalle menor que semanas atrás justamente, el Gobierno Nacional anunció que Aguas y Saneamientos Argentinos (AySA), que abastece de agua potable y cloacas a más de 14 millones de personas, será privatizada como parte de su plan de “achicamiento del Estado” y supuesta mejora de la eficiencia. Mientras tanto, el servicio se desploma. Un déjà vu noventoso que nadie se molestó en disimular entre virales de disputas de amantes y tapados de pieles, lo del agua sería un tributo más a esa época.

 


Porque en los 90, la receta fue casi idéntica. Primero, el servicio público comenzaba a fallar, sus usuarios se hartaban de la mala atención, los gremios negociaban en silencio, y finalmente se abría la puerta al capital privado bajo la promesa de modernización. Y la realidad es que el resultado final dejaba  un tendal de desempleados, tarifas imposibles y un servicio que, en muchos casos y a la postre, terminó re estatizado por incumplimientos y desinversión. Y AySA misma es ejemplo de ese fracaso.
Hoy, y como si no hubiéramos aprendido nada, el modelo se recicla aggiornados al 2.0 en un escenario que ya no es el prime de la tele sino tuiteros indignados para instalar la narrativa privatizadora: un servicio que se vuelve inviable y un Estado que ofrece como solución su propia retirada.


Por si esta narrativa llegara a perder fuerzas, un reciente comunicado sindical no ayuda a despejar sospechas: el gremio de Obras Sanitarias celebró que el 10% de las acciones quede en manos de los trabajadores. Detrás del discurso de “participación”, se enmascara el viejo mecanismo de disciplinamiento: reparto accionario a cambio de despidos, retiros voluntarios y paz social garantizada. Ya se contabilizan 1700 bajas laborales y un costo de $60.000 millones para el Estado en indemnizaciones, allanando el camino a la privatización. Otra postal noventosa: ajuste previo y entrega final.

 

Mientras tanto, la vida cotidiana se complica. Sin explicaciones claras de la empresa ni obras anunciadas que justifiquen los cortes, la pregunta que flota es inquietante: ¿las fallas son parte del colapso inevitable o de un plan meticulosamente diseñado para justificar el negocio?
El acceso al agua potable es un derecho humano esencial. Privatizarlo sin un marco regulatorio sólido, sin participación ciudadana ni control estatal estricto, solo garantiza que el servicio se vuelva un privilegio para quienes puedan pagar sus tarifas en alza, dejando a villas y periferias aún más postergadas.
El menemismo está de moda, la reivindicación de un modelo de crueldad que cambia la sonrisa riojana por una motosierra letal. Y, como en los 90, los fantasmas de cortes, agua podrida y tarifazos son elementos necesarios para esa construcción donde el Estado desaparece mientras los sindicalistas que, como entonces, aplauden desde el palco mientras negocian su parte del negocio.

Porque cuando algo huele tan mal, no es solo el agua. Es el futuro prácticamente en venta. Igual que en los 90. Solo que esta vez, sin pudores.