La 83° sesión del Comité contra la Tortura de la ONU terminó en un clima inédito para la diplomacia argentina. Durante tres días —entre el 11 y el 13 de noviembre— el organismo internacional evaluó el cumplimiento de la Convención contra la Tortura, un tratado con jerarquía constitucional que obliga al Estado a rendir cuentas sobre la actuación de sus fuerzas de seguridad, su sistema penitenciario y sus políticas de derechos humanos.
Pero la misión argentina —encabezada por los subsecretarios Alberto Baños (Derechos Humanos), Julián Curi (Asuntos Penitenciarios) y Diego Goldman (Asuntos Legales)— eligió una estrategia ajena a toda tradición de diálogo: descalificó al Comité, embistió contra los organismos de derechos humanos y repitió expresiones negacionistas que marcaron un retroceso en la política estatal frente a graves violaciones.
Un informe contundente y una respuesta hostil
Como en cada periodo de revisión, organizaciones públicas y de la sociedad civil presentaron informes paralelos. La Comisión Provincial por la Memoria (CPM), en su carácter de Mecanismo Local de Prevención de la Tortura, expuso un diagnóstico alarmante: represión sistemática a la protesta social, torturas y malos tratos en cárceles y comisarías, abusos en instituciones de salud mental, prácticas policiales ilegales, violaciones de derechos de niños, niñas y adolescentes y graves falencias judiciales para investigar estos hechos.
El informe detalló que entre diciembre de 2023 y junio de 2025 hubo al menos 2.467 heridos por uso abusivo de las fuerzas de seguridad en protestas —postas de goma, gases, golpes, agentes químicos— y 223 detenciones arbitrarias. También advirtió sobre el crecimiento descontrolado de comunidades terapéuticas privadas en la provincia de Buenos Aires, donde se registraron aislamientos extremos, sujeción mecánica, sobre medicación y violencia física y verbal: prácticas que, según el organismo, configuran torturas y malos tratos.
Lejos de responder datos, casos o cifras, la delegación argentina acusó al Comité de actuar influido por “ideólogos del pasado”, cuestionó la legitimidad de los organismos locales y recurrió a discursos negacionistas, entre ellos la descalificación de la cifra histórica de desaparecidos y la insinuación de supuestos “negocios” detrás de las políticas de memoria.
Negacionismo, agresiones y victimización
El subsecretario Baños fue el encargado de reproducir esta línea argumental. Afirmó que el gobierno cumple con una “memoria amplia”, negó el desmantelamiento de sitios de memoria y acusó a los organismos de derechos humanos de estar “colonizados y al servicio de la oposición política”.
Sus declaraciones omitieron información clave: el vaciamiento presupuestario de los espacios de memoria, la reducción drástica de personal, la censura de actividades culturales y académicas y el cierre del Centro Cultural Haroldo Conti, un hecho sin precedentes desde la recuperación democrática.
En un tono inusual para una instancia diplomática, Baños aseguró que algunos comisionados “cruzaron la línea” y transformaron la evaluación en un “examen inquisitorio”. Incluso insinuó que Argentina podría empezar a “tildar de falsas” las observaciones del Comité si sus preguntas persisten.
La estrategia de la delegación combinó negación de hechos, victimización frente a preguntas regulares del organismo y un desplazamiento retórico que presentó al Estado argentino —no a las personas privadas de libertad o reprimidas— como la verdadera “víctima”.
El respaldo a las fuerzas de seguridad y la defensa corporativa
El subsecretario Curi, responsable de Asuntos Penitenciarios, elogió la tarea del Servicio Penitenciario Federal, negó que existan agravamiento de las condiciones de detención en regímenes de alto riesgo y aseguró que la salud de las personas privadas de libertad está garantizada con un “abordaje global”.
Goldman, desde Asuntos Legales, fue más lejos: sostuvo que el Estado debe garantizar la defensa institucional de policías y penitenciarios “por hechos vinculados al servicio”, justificándolo en los bajos salarios y la imposibilidad de costear abogados privados. Aunque admitió que esa asistencia no debe aplicarse si hay indicios de desvío funcional, inmediatamente relativizó ese criterio: al regir el principio de inocencia, afirmó, es imposible considerarlo hasta que haya condena. En la práctica, la defensa estatal queda asegurada incluso ante graves denuncias de abuso.
La delegación también reivindicó el llamado protocolo antipiquetes, atribuyendo las críticas a una “oposición nostálgica” y señalando como argumento electoral que su autora, Patricia Bullrich, ganó las elecciones en la Ciudad de Buenos Aires. Un razonamiento que difiere del estándar internacional: las obligaciones en materia de derechos humanos no dependen de resultados electorales.
Una reacción sin precedentes
El presidente del Comité recordó en la audiencia que la evaluación se basa en informes múltiples —Estados, organismos públicos, organizaciones civiles, órganos internacionales— y que la tarea se desarrolla con independencia, sin motivaciones políticas.
La respuesta argentina, sin embargo, insistió en cuestionar la legitimidad del Comité, el alcance de sus preguntas y la imparcialidad de sus integrantes. El tono quedó sintetizado en la frase final de Baños, quien afirmó que la Argentina “se sintió atacada”, que el Comité funcionó como “tribunal examinador” y que las preguntas excedieron sus facultades reglamentarias.
La escena sorprendió incluso a observadores con larga experiencia en el ámbito internacional: ningún gobierno argentino desde 1983 había reaccionado con semejante hostilidad ante una revisión del Comité contra la Tortura. Las objeciones del organismo a distintos gobiernos fueron numerosas a lo largo de 40 años, pero jamás habían sido respondidas con negación, descalificación y agresividad diplomática.
El 28 de noviembre, el Comité publicará sus observaciones finales al Estado argentino: un documento clave que evaluará punto por punto el desempeño del país y formulará recomendaciones obligatorias para su cumplimiento.
Luego comenzará el proceso de seguimiento, en el que el organismo controla si el Estado adopta medidas, corrige prácticas y evita nuevas violaciones.
En Argentina, mientras tanto, queda una señal preocupante: la distancia entre los compromisos internacionales y la actitud del gobierno ante el escrutinio sobre violencias institucionales, torturas y graves retrocesos en políticas de memoria. Un retroceso que la comunidad internacional ya tomó nota.